¿En qué me ayudó la Terapia corporal-emocional?
Previamente a empezar la terapia había aprendido a escuchar a mi cuerpo
en cuanto a qué alimentos me sentaban bien y cuáles no, a descansar cuando
lo necesitaba, a apartarme de gente que sentía nociva y a ser mucho más
coherente conmigo misma de lo que lo había sido en el pasado.
Aún así, no tenía energía y todo mi cuerpo dolía además de no poder mover
un brazo y cojear. Era consciente de que tenía muchas emociones acumuladas
dentro pero no sabía qué hacer al respecto.
Al cabo de pocos meses, los cambios empezaron a suceder:
Dolor de hombros y gestión de la rabia
A los cinco meses de empezar con la terapia encontré de forma casual una forma de relajar mis hombros. Un día al usar la aspiradora de mano me di cuenta de que el dolor de hombros se iba. Unos meses atrás no habría sido capaz de soltar nada con esa actividad porque me lo guardaba todo dentro.
Además, asocié la tensión de hombros con el enfado que llevaba encima. Y desde ahí empecé a gestionar mis cabreos porque podía expresar la rabia de una forma efectiva -más tarde vendrían otros métodos- y pude hacer algo con respecto a las situaciones que la provocaban.
Asociación de dolor físico con malestar emocional
Como dije había aprendido a notar qué me sentaba mal de todo lo que ingería, lo cual había sido un gran avance para mi, acostumbrada como estaba a dejarlo pasar. Pero todavía no había sido capaz de relacionar las indigestiones con los problemas emocionales. Eso pasó también a los cinco meses de empezar con la terapia. Cada poco tiempo tenía unos dolores de cabeza terribles que iban acompañados de una indigestión. Durante ese tiempo entendí que iban de la mano con los problemas que tenía y con cómo me había sentido ese día. Aprendí a evitar ciertas situaciones y a cuidarme con otras actividades que sí me hacían bien. De esa forma, las indigestiones se redujeron a una vez al año.
Pude hacer una mudanza
Paulatinamente fui ganando más energía lo cual me permitió mudarme de país, tarea que habría sido del todo imposible en los años anteriores.
Solté emociones de traumas
No en todas las sesiones pasó eso, sino que cada sesión fue preparando el camino para llegar a los momentos cruciales y cuando esas sesiones llegaron pude soltar las emociones atrapadas. El resultado es un alivio o ligereza, un peso que se deja atrás. Y eso lo noté en el cuerpo, que dejó de estar tan cargado. Y lo noté también en la cabeza, porque mi necesidad de hablar y hablar del tema para solucionarlo -mi estrategia anterior- se fue difuminando.
Ahora sé lo que necesito
Ahora, cuando el cuerpo me pide algo, lo escucho y se lo doy, ya sea descansar, comer un cierto alimento, o poner los límites que necesite. Puede que parezca básico, pero durante muchos años lo ignoré completamente: iba con lo establecido aunque me sentase mal o no me provocase satisfacción alguna.
La ansiedad se ha ido
Esto es una consecuencia directa de vivir en coherencia con una misma. Al sentir el cuerpo y obedecerlo nos sentimos protegidos y de esa forma no salen alertas de ansiedad. Nervios, sí. Por ejemplo, cuando voy a empezar algo nuevo. Pero son nervios de los buenos, de los que anuncian cambios. Y como sé distinguirlos de la ansiedad, puedo gestionarlos evitando que el cuerpo los somatice y puedo vivir una vida sana.
Las decisiones no las toma mi cabeza
Claro que uso la cabeza para decidir si algo me beneficia o no, obviamente no me refiero a eso. Pero hace años, cualquier decisión se convertía un torbellino de pensamientos y no conseguía escoger ninguno porque todos tenían algo bueno y algo malo, y era imposible saber qué me satisfaría más. Ahora sí, porque lo noto en el cuerpo. Así, las decisiones se toman fácilmente, aunque pueda pasarme un tiempo sopesando pros y contras: el cuerpo sabe lo que quiere y está dispuesto a aceptar o no, y lo manifiesta muy claramente.